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Bolivia
quiere existir
Eduardo Galeano
Una inmensa explosión
de gas: eso fue el alzamiento popular que sacudió a toda Bolivia y culminó con
la renuncia del presidente Sánchez de Lozada, que se fugó dejando tras sí un
tendal de muertos.
El gas iba a ser
enviado a California, a precio ruin y a cambio de mezquinas regalías, a través
de tierras chilenas que en otros tiempos habían sido bolivianas. La salida del
gas por un puerto de Chile echó sal a la herida, en un país que desde hace más
de un siglo viene exigiendo, en vano, la recuperación del camino hacia el mar
que perdió en 1883, en la guerra que Chile ganó. Pero la ruta del gas no fue
el motivo más importante de la furia que ardió por todas partes. Otra fuente
esencial tuvo la indignación popular, que el gobierno respondió a balazos,
como es costumbre, regando de muertos las calles y los caminos. La gente se ha
alzado porque se niega a aceptar que ocurra con el gas lo que antes ocurrió con
la plata, el salitre, el estaño y todo lo demás. La memoria duele y enseña:
los recursos naturales no renovables se van sin decir adiós, y jamás regresan.
Allá por 1870, un
diplomático inglés sufrió en Bolivia un desagradable incidente. El dictador
Mariano Melgarejo le ofreció un vaso de chicha, la bebida nacional hecha de maíz
fermentado, y el diplomático agradeció pero dijo que prefería chocolate.
Melgarejo, con su habitual delicadeza, lo obligó a beber una enorme tinaja
llena de chocolate y después lo paseó en un burro, montado al revés, por las
calles de la ciudad de La Paz. Cuando la reina Victoria, en Londres, se enteró
del asunto, mandó traer un mapa, tachó el país con una cruz de tiza y
sentenció: "Bolivia no existe".
Varias veces escuché
esta historia. ¿Habrá ocurrido así? Puede que sí, puede que no. Pero la
frase ésa, atribuida a la arrogancia imperial, se puede leer también como una
involuntaria síntesis de la atormentada historia del pueblo boliviano. La
tragedia se repite, girando como una calesita: desde hace cinco siglos, la
fabulosa riqueza de Bolivia maldice a los bolivianos, que son los pobres más
pobres de América del Sur. "Bolivia no existe": no existe para sus
hijos.
Allá en la época
colonial, la plata de Potosí fue, durante más de dos siglos, el principal
alimento del desarrollo capitalista de Europa. "Vale un Potosí", se
decía, para elogiar lo que no tenía precio.
A mediados del siglo
dieciséis, la ciudad más poblada, más cara y más derrochona del mundo brotó
y creció al pie de la montaña que manaba plata. Esa montaña, el llamado Cerro
Rico, tragaba indios. "Estaban los caminos cubiertos, que parecía que se
mudaba el reino", escribió un rico minero de Potosí: las comunidades se
vaciaban de hombres, que de todas partes marchaban, prisioneros, rumbo a la boca
que conducía a los socavones. Afuera, temperaturas de hielo. Adentro, el
infierno. De cada diez que entraban, sólo tres salían vivos. Pero los
condenados a la mina, que poco duraban, generaban la fortuna de los banqueros
flamencos, genoveses y alemanes, acreedores de la corona española, y eran esos
indios quienes hacían posible la acumulación de capitales que convirtió a
Europa en lo que Europa es. ¿Qué quedó en Bolivia, de todo eso? Una montaña
hueca, una incontable cantidad de indios asesinados por extenuación y unos
cuantos palacios habitados por fantasmas.
En el siglo
diecinueve, cuando Bolivia fue derrotada en la llamada Guerra del Pacífico, no
sólo perdió su salida al mar y quedó acorralada en el corazón de América
del Sur. También perdió su salitre. La historia oficial, que es historia
militar, cuenta que Chile ganó esa guerra; pero la historia real comprueba que
el vencedor fue el empresario británico John Thomas North. Sin disparar un tiro
ni gastar
un penique, North
conquistó territorios que habían sido de Bolivia y de Perú y se convirtió en
el rey del salitre, que era por entonces el fertilizante imprescindible para
alimentar las cansadas tierras de Europa.
En el siglo veinte, Bolivia fue el principal abastecedor de estaño en el
mercado internacional.
Los envases de
hojalata, que dieron fama a Andy Warlhol, provenían de las minas que producían
estaño y viudas. En la profundidad de los socavones, el implacable polvo de sílice
mataba por asfixia. Los obreros pudrían sus pulmones para que el mundo pudiera
consumir estaño barato. Durante la Segunda Guerra Mundial, Bolivia contribuyó
a la causa aliada vendiendo su mineral a un precio diez veces más bajo que el
bajo precio de siempre. Los salarios obreros se redujeron a la nada, hubo
huelga, las ametralladoras escupieron fuego. Simón Patiño, dueño del negocio
y amo del país, no tuvo que pagar indemnizaciones, porque la matanza por
metralla no es accidente de trabajo.
Por entonces, don Simón
pagaba cincuenta dólares anuales de impuesto a la renta, pero pagaba mucho más
al presidente de la nación y a todo su gabinete. El había sido un muerto de
hambre tocado por la varita mágica de la diosa Fortuna. Sus nietas y nietos
ingresaron a la nobleza europea. Se casaron con condes, marqueses y parientes de
reyes.
Cuando la revolución
de 1952 destronó a Patiño y nacionalizó el estaño, era poco el mineral que
quedaba. No más que los restos de medio siglo de desaforada explotación al
servicio del mercado mundial.
Hace más de cien años,
el historiador Gabriel René Moreno descubrió que el pueblo boliviano era
"celularmente incapaz". El había puesto en la balanza el cerebro indígena
y el cerebro mestizo, y había comprobado que pesaban entre cinco, siete y diez
onzas menos que el cerebro de raza blanca. Ha pasado el tiempo, y el país que
no existe sigue enfermo de racismo. Pero el país que quiere existir, donde la
mayoría indígena no tiene vergüenza de ser lo que es, no escupe al espejo.
Esa Bolivia, harta de vivir en función del progreso ajeno, es el país de
verdad. Su historia, ignorada, abunda en derrotas y traiciones, pero también en
milagros de esos que son capaces de hacer los despreciados cuando dejan de
despreciarse a sí mismos y cuando dejan de pelearse entre ellos. Hechos
asombrosos, de mucho brío, están ocurriendo, sin ir más lejos, en estos
tiempos que corren.
En el año 2000, un caso único en el mundo: una pueblada desprivatizó el agua.
La llamada "guerra del agua" ocurrió en Cochabamba. Los campesinos
marcharon desde los valles y bloquearon la ciudad, y también la ciudad se alzó.
Les contestaron con balas y gases, el gobierno decretó el estado de sitio. Pero
la rebelión colectiva continuó, imparable, hasta que en la embestida final el
agua fue arrancada de manos de la empresa Bechtel y la gente recuperó el riego
de sus cuerpos y de sus sembradíos. (La empresa Bechtel, con sede en
California, recibe ahora el consuelo del presidente Bush, que le regala
contratos millonarios en Irak.) Hace unos meses, otra explosión popular, en
toda Bolivia, venció nada menos que al Fondo Monetario Internacional. El Fondo
vendió cara su derrota, cobró más de treinta vidas asesinadas por las
llamadas fuerzas del orden, pero el pueblo cumplió su hazaña.
El gobierno no tuvo más remedio que anular el impuesto a los salarios, que el
Fondo había mandado aplicar. Ahora, es la guerra del gas. Bolivia contiene
enormes reservas de gas natural. Sánchez de Lozada había llamado capitalización
a su privatización mal disimulada, pero el país que quiere existir acaba de
demostrar que no tiene mala memoria. ¿Otra vez la vieja historia de la riqueza
que se evapora en manos ajenas? "El gas es nuestro derecho",
proclamaban las pancartas en las manifestaciones. La gente exigía y seguirá
exigiendo que el gas se ponga al servicio de Bolivia, en lugar de que Bolivia se
someta, una vez más, a la dictadura de su subsuelo. El derecho a la
autodeterminación, que tanto se invoca y tan poco se respeta, empieza por ahí.
La desobediencia popular ha hecho perder un jugoso negocio a la corporación
Pacific LNG, integrada por Repsol, British Gas y Panamerican Gas, que supo ser
socia de la empresa Enron, famosa por sus virtuosas costumbres. Todo indica que
la corporación se quedará con las ganas de ganar, como esperaba, diez dólares
por cada dólar de inversión.
Por su parte, el fugitivo Sánchez de Lozada ha perdido la presidencia.
Seguramente no ha prdido el sueño. Sobre su conciencia pesa el crimen de más
de ochenta manifestantes, pero ésta no ha sido su primera carnicería y este
abanderado de la modernización no se atormenta por nada que no sea rentable. Al
fin y al cabo, él piensa y habla en inglés, pero no es el inglés de
Shakespeare: es el de Bush.
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